Cada año, los rechazados
de la UNAM y el Politécnico Nacional hacen una ya tradicional marcha donde le exigen
a las Instituciones de Educación Superior (IES), a las autoridades educativas,
a todo el gobierno, y al que se deje, que les den un lugar, que se les permita estudiar
la Universidad. La realidad es que aun cuando existieran más lugares, no aprueban el examen de ingreso. El problema
entonces no radica exclusivamente en la cantidad de lugares que ofrecen las IES,
sino también en la limitada preparación que la mayoría de los jóvenes recibe
mientras sobreviven al sistema educativo nacional.
Si uno se aventura
a decir que sólo tres de cada 10 jóvenes en México tienen acceso a la educación
superior, el énfasis se pone en las IES. La frase parece
inculpar a la UNAM y al Poli y a otras instituciones, por no ofrecer más lugares para los
rechazados. Pero si antes de decir que sólo el 30% de los jóvenes accede a la
universidad, se aclara que, sólo el 58% acaba la preparatoria, entonces el
asunto es distinto. En ese caso, hasta podemos decir que casi la mitad de los
jóvenes que lograr terminar la preparatoria ingresan a la Universidad.
El
problema de la baja matriculación en la educación superior no se arregla
solamente abriendo más lugares para los rechazados, porque la cantidad de
jóvenes con la posibilidad de aplicar un examen de admisión es de por sí
baja. La deserción escolar comienza a ser un problema en la educación secundaria,
donde ya dos de cada 10 niños abandonan la escuela, se agudiza en la
preparatoria, donde sobreviven apenas poco más de la mitad y se refleja
finalmente en la gran mayoría que ya no va a la universidad. Y no hablemos, por
ahora, de los que van a la Universidad, pero de todos modos no aprenden algo que les sea
muy útil.
Alrededor del
acceso a la IES existen distintas aristas que para muchos son poco evidentes.
Primero, los factores socioeconómicos y la cultura familiar tienen un efecto
central. Los estudios especializados señalan que la educación de los padres, su
ingreso y profesión, determinan en gran medida las probabilidades de que sus
hijos vayan a la universidad. El capital cultural, es decir, los libros que los
padres leen a los niños, así como el acceso a la cultura y a actividades
recreativas, es igual de importante. La distribución de oportunidades de
acceso a una educación superior de calidad, entonces, no es equitativa, pues es
mejor para aquellos que provienen de hogares social y culturalmente aventajados.
Por tanto, la educación superior es elitista, sea ésta pública o privada. La
UNAM, por ejemplo, una universidad de “masas”, acepta alrededor del 3% de sus
aspirantes.
Segundo, el sistema
de educación básica importa, porque no es capaz de reducir la inequidad de
oportunidades entre niños que provienen de distintos contextos socioeconómicos
y culturales. La investigación señala que los niños nacidos en hogares pobres
tienen un desarrollo cognitivo menor, limitados por un contexto de baja
estimulación intelectual. Para la edad de seis años, cuando ingresan a la
primaria, muchas de esas diferencias cognitivas ya no pueden ser remediadas.
Más aun, los niños de hogares pobres tienen mayor probabilidad de ir a una
primaria o una secundaria con
profesores poco motivados, con un modelo pedagógico deficiente y con peor
infraestructura, lo que contribuye a perpetuar su limitado desarrollo
intelectual y los aleja todavía más de otros niños afortunados, acentuando
la inequidad de oportunidades en la vida. Este no es un tema menor en un país
donde la pobreza multidimensional alcanza a más de la mitad de sus habitantes.
Tercero, los
mecanismos de acceso a la educación superior influyen mucho más de lo que se
piensa. Si un joven de clase media baja o baja ha logrado sobrevivir
al sistema educativo y desea acceder a la educación superior, éste todavía debe
enfrentarse a un proceso de selección que poco pondera su contexto
socioeconómico y todo lo que ha tenido que sortear para llegar ahí. Los
exámenes de ingreso premian capacidades intelectuales y conocimiento, el cual,
en ciertos medios, ha sido poco desarrollado en las escuelas por las que el
aspirante ha transitado. Las probabilidades de aprobar el examen de admisión
entonces se diluyen. De ahí los casos de jóvenes que, con razón
frustrados, se quejan porque siempre “sacaron 10”, en un sistema educativo que
poco hace por prepararlos para acceder a la educación superior y que, por consiguiente, no aprueban los exámenes de admisión.
Cuarto, las redes y
los modelos de vida son determinantes. Los estudios especializados señalan que aun en el caso
de alumnos con capacidades cognitivas suficientes y el conocimiento necesario
para para pasar un examen de admisión de cualquier IES, la falta de familiares
o amigos universitarios o el poco contacto con éstos, reduce las probabilidades
de que asistan a IES de calidad, o de plano de que accedan a la educación
superior. Aquí, no está de más mencionar que las personas en contextos más
desaventajados tienen menor posibilidad de conocer a personas que han ido a la
universidad o que tienen una carrera profesional exitosa.
Entonces, si la
desigualdad socioeconómica y cultural se refleja en la desigualdad de oportunidades
educativas y limita el acceso a la educación superior ¿Por qué no simplemente se
acepta a todos aquellos que quieran estudiar en una IES y se les mejora la
vida? La respuesta es la misma que casi siempre, cuando se trata de resolver
problemas sociales: si el asunto fuera tan fácil, alguien ya lo hubiera resuelto.
Y de hecho, a alguien ya se le ocurrió
en la Ciudad de México. El resultado ha sido una muy pobre tasa de titulación
en la Universidad de la Ciudad, de menos del 10%, muy por debajo de la por sí triste
tasa de graduación promedio del 50% en las universidades públicas mexicanas.
Y es que aun cuando
un aspirante sobrevive a todo el sistema público de educación y logra acceder a
una IES, las condiciones iniciales, socioeconómicas, culturales y las redes y
modelos profesionales siguen influyendo en su capacidad para concluir sus estudios
superiores. En este caso, es hasta deshonesto aceptar a todos los que
desean estudiar una carrera profesional y tenerlos varios años simulando
aprendizajes, cuando la probabilidad de que terminen su carrera es muy baja y
la posibilidad de que se empleen como profesionistas es aún menor. Es además,
un mal uso de los recursos públicos, porque tal política poco hace por cambiar
la realidad de las personas con menos oportunidades.
En suma, de poco
sirven los esfuerzos individuales, cuando las limitantes sistémicas, la
desigualdad social y la falta de oportunidades educativas moldean las historias
de vida de la mayoría de los jóvenes mexicanos. Todos estos factores se deben
de identificar y atender, si realmente se busca que más personas accedan a la
educación superior, además, de calidad. No son sólo los rechazados del Poli y
de la UNAM a los que debemos escuchar, son todos los niños y jóvenes a los que
se les ha negado la oportunidad de escoger hasta dónde quieren llegar, porque la desigualdad social es mucha y nuestro sistema educativo en general frena, en lugar de impulsar, el desarrollo
de capacidades y libertades que les permita mejorar sus condiciones de vida.